Thursday, June 16, 2011

El caso de Ana, prima de Piedad Córdoba


El último día que se la vio, la activista social había pedido ayuda a la policía, al alcalde, a la fiscalía y las ONG. Fabricia había denunciado una y mil veces que la policía hizo desaparecer y asesinó a su hijo Jonathan.

Por Katalina Vásquez Guzmán

Desde Medellín

El día que mataron a Ana Fabricia, las montañas de Medellín eran un hervidero: mafiosos, policías, milicias y paramilitares se disputan el poder narco vereda a vereda. En el Congreso se aprueba la ley de víctimas. Cuatro de ellas y sus abogados –que reclaman la restitución de tierras– son acribillados en esta ciudad en los últimos meses. Líderes de los barrios más violentos de Medellín denuncian persecución de la fuerza pública y acusan a la policía de asesinar a sus hijos y nietos. Es el caso de Ana Fabricia.

Sube la tasa de homicidios. Arrestan una que otra cabecilla de la mafia más poderosa de la región, la Oficina de Envigado. Y arranca la campaña electoral. Sube el precio de la marihuana. Atlético Nacional disputa la final del campeonato profesional. El fútbol alegra la vida; mientras tanto, defensores de derechos humanos y víctimas de conflicto armado lloran el cuerpo de la negra. Sus hijos en duelo siguen en las laderas de Medellín esperando, como su madre, protección.

Ana Fabricia, que andaba con monedas para el autobús y pasaba las noches en hoteles porque ya sabía que en el barrio la iban a asesinar, se arriesgó por última vez. Le dio por ir a la casa. Saludó a los hijos que le quedaban y salió el martes temprano hacia el recorrido de siempre: un día más por las oficinas públicas, las ONG, las estaciones de policía, el despacho del alcalde, la Fiscalía, la Procuraduría, con gritos de auxilio. “A mí me van a matar –decía en sus últimos días–, pero lo que yo quiero es justicia”, repetía tercamente. Estaba convencida de que denunciando a mil voces que la policía hizo desaparecer y asesinó a su hijo Jonathan, algo iba a pasar. Hoy la misma policía ofrece una recompensa de 75 mil dólares por información que permita develar quiénes estarían tras el homicidio de la prima de Piedad Córdoba. La misma Fabricia se anticipó en el Comité Metropolitano de Derechos Humanos en abril pasado: acusó a grupos armados y autoridades policiales de atacarla y amenazarla.

Pasado su velatorio, donde ahí sí estuvieron presentes con ramos de flores y funcionarios uniformados las autoridades locales, el gobierno de Juan Manuel Santos reconoció que el crimen de Fabricia pudo haberse evitado. El Ministerio del Interior contestó que la mujer no aceptó las medidas de protección, pero nadie lo confirma. El caso es que azucenas, girasoles, orquídeas y cartuchos despachan un olor a muerte en la sala de velatorio estrecha y calurosa donde, ya sin vida, yace Ana Fabricia. Afuera, una treintena de mujeres vestidas de negro con una florcita amarilla en mano lloran la muerte de la amiga, la activista, la “dura”, la “tesa” de Ana Fabricia que no supo quedarse callada. Ni siquiera el día de su asesinato.

Aquella mañana, Fabricia, mujer negra, viuda, pobre, sin casa ni tierra, se subió al autobús en Manrique Santa Cruz, famosa comuna nordoriental: una colina empinada con casas apretadas de ladrillo rojo donde viven juntos la pobreza, los violentos, las opulentas bibliotecas públicas, el hambre, los inocentes, el miedo y los guerreros que sostienen una batalla por el poder narco desde las épocas de Pablo Escobar. Hasta aquí vino a parar Fabricia en 2001 desde las costas del Urabá, otro escenario de conflicto armado donde perdió a su padre, su esposo, su finca en llamas por manos paramilitares y uno de sus hijos. Al segundo lo alcanzó la muerte ya en Medellín. “Lo subieron a una patrulla de número 133084. Iban dos tipos de civil. Como en cada sitio usan nombres distintos, que el cabo Muñoz, que el teniente Osorio, sabrá Dios cómo se llaman de verdad”, denunciaba sin temor, en voz alta, agregando a la historia que ahora ella y sus hijos serían las próximas víctimas, contoneando su cuerpo voluptuoso, sacudiendo las manos, esforzándose para que la escucharan. Sus gritos desesperados, no lo esperaba, vinieron a retumbar cuando quedó muerta, después de que un arma con silenciador se le pegó a su sien y se fue de este mundo viajando en un busesito estrecho por el barrio Popular.

“Ella tomó el colectivo y a dos cuadras, ahí mismo dentro del colectivo, un muchacho le disparó. Fueron dos impactos, uno salió por la ventana y otro le dio a ella en la cabeza; el muchacho se bajó y salió corriendo”, le cuenta a este diario Adelina, su cuñada, una de las pocas familiares que hablan con la prensa. Los demás se niegan al teléfono o piden cambiar su nombre para no correr igual suerte. Les habían dicho que si se querían morir, siguieran andando con Ana. También por eso y por proteger a sus hijos, Ana Fabricia no volvió al barrio. “La última vez que la vi, la invité a un fresco (soda), hablamos, y me contó que andaba mal, mal, mal desde las amenazas”, relata un hombre en la sala de velatorio rodeada de abogados, activistas, psicólogos, sociólogos, artistas, periodistas, feministas, maestros, sindicalistas, que condenan el homicidio de la mujer y lo señalan como crimen de Estado.

Hay rabia y dolor en sus miradas. Desde las distintas organizaciones de derechos humanos de Medellín se enviaron alertas por el caso de Ana Fabricia, cuando desde hace 11 meses empezó el calvario por el homicidio de Jonathan. Hay impotencia en sus pancartas, tristeza en sus coros y valor en sus denuncias. “Esta pobre mujer le pidió clemencia al Estado. El Estado es culpable”, se lamenta otra fulana, que pide el anonimato “para poder seguir viva y continuar lo que Fabricia sembró”. En Urabá y Medellín, Ana Fabricia ejercía un liderazgo especial. Era líder de la comunidad desplazada, participaba del movimiento internacional Mujeres de Negro y la Ruta Pacífica de las Mujeres, y conformó su propia corporación (Latepaz) en 2008. En la familia era adorable, según Adelina. “Muy sencilla, muy humanitaria, generosa, buena hermana, buena tía, con los niños era súper especial y en realidad fue muy buena”, relata Adelina, quien en el funeral, al que asistieron Piedad Córdoba y unas 500 personas, entonó alabanzas para despedir el cuerpo de Fabricia. Porque el espíritu queda, está convencida. “Sobre todo su valor, que tomamos para que su crimen y el de su hijo no queden en la impunidad”, explica otro líder, Mario Alberto, que ahora teme por su propia vida.

“Barrio por barrio, organización por organización, estamos recibiendo amenazas”, le dice a Página/12 el parlamentario Iván Cepeda, quien asegura que “la realidad de las víctimas sigue siendo muy difícil no sólo por la negación de sus derechos sino por estos aparatos criminales relacionados con elites del país que defienden sus privilegios, la tierra, por la vía de la violencia”. “Nos habían dicho que nos iban a matar, y ya empezaron. Si eso le pasó a Fabricia, ¿qué me podrá pasar a mí? Tengo un miedo que no había sentido antes. ¿Así sentiría ella el temor de la muerte?”, se pregunta el señor mirándose los zapatos: están rotos, embarrados de tierra amarilla que sale de los barrios sin pavimento donde él y Fabricia compartían liderazgo. “Mi negra, ¿dónde estarás?”, agrega en voz baja. Hace calor.

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