Wednesday, July 27, 2011

colombia - La burocracia intelectual de la guerra y la creación de una nueva historia oficial sobre la violencia

Renán Vega Cantor
Rebelión

Con la mal llamada Ley de Víctimas se abre el camino a una nueva historia
oficial, cuyo relato se centra en negar las causas históricas del conflicto
armado en Colombia y se fortalece una memoria oficial, la de la oligarquía
colombiana, una memoria mutilada y fragmentada que sirve al capitalismo
salvaje a la colombiana para presentarse como una victima más de la guerra y
ocultar su protagonismo como el responsable del genocidio continuado que ha
desangrado a este país durante los últimos 65 años.

La llamada ley de Víctimas es un decreto demagógico e insustancial que no
ataca los problemas de fondo que han originado la tremenda impunidad que
encubre el terrorismo de Estado, entre otras razones porque el Estado no
asume ninguna responsabilidad en la violencia, como si hubiera sido, y lo
siguiera siendo, una mansa paloma. En la mencionada ley se incurre en el
esperpento de señalar que hasta los militares forman parte de las víctimas
(Artículo 3, parágrafo 1º). Tamaño despropósito no se compadece con la
historia de horror en que se han visto involucrados los cuerpos represivos
del Estado en los últimos 50 años, sobresaliendo como el hecho más reciente
los denominados “falsos positivos”, un nombre elegante para referirse al
asesinato de más de tres mil colombianos por parte del Ejército.

Cuando se plantea el asunto en estos términos, se está incurriendo en una
tremenda falsificación de la historia colombiana, para negar las raíces
históricas del conflicto interno y para ocultar la responsabilidad de las
clases dominantes y de su Estado en la perpetuación de la violencia en este
país hasta el momento actual.

Para hacer posible esta maniobra orquestada de maquillaje han sido
funcionales la *mayor parte* de los violentoólogos y de los pazólogos
(expertos en la paz) una gran cantidad de los cuales fueron uribistas, y
ahora son santistas. Estos violentólogos, unos verdaderos mercenarios en el
campo del intelecto, se han dado a la tarea de lavarle la cara al
capitalismo criollo, a cambio de unas cuantas migajas. Estos violentólogos
son los que han hecho del tema de la violencia no tanto un asunto de
reflexión sino una forma de vivir. Para ello, han creado ONG’s, fundaciones,
institutos de investigación, a través de las cuales han recibido cuantiosos
fondos en moneda dura (léase euros o dólares) de entidades ligadas en forma
directa con los intereses imperialistas, como la Fundación Ford, la Unión
Europea y la USAID, entre otras.

Esos violentólogos se autoproclaman como los representantes de la “sociedad
civil”, una noción por completo insustancial y sin sentido alguno, pero que
les sirve para presentarse como “intelectuales de avanzada” y obtener
reconocimiento tanto dentro como fuera del país, lo que es otra forma de
decir que se cotizan en el mercado del conocimiento como los expertos número
uno en el tema de la violencia, a cambio de lo cual obtienen cuantiosos
dividendos. Son los mismos que aparecen como “expertos” en todos los asuntos
que guardan relación con la guerra y la paz y continuamente son invitados
por canales de televisión a que den sus doctas opiniones, en las cuales
difícilmente se encuentra una idea crítica del capitalismo criollo, algo que
ha desaparecido por completo de su imaginario. Se han convertido en asesores
de presidentes, ministros o alcaldes en materia de seguridad y brindan
consejos al respectivo “príncipe” sobre la forma como deben hacer la guerra
y le dan sugerencias al Ejército sobre las tácticas y estrategias más
eficientes que deben emplear en el campo de batalla para salir triunfadores,
al tiempo que piden que se inviertan más recursos en comprar aviones y
helicópteros para bombardear a la gente del campo, así como alaban todos los
resultados “positivos” de las acciones contrainsurgentes y el refinamiento
en el “arte” de matar por parte del Estado.

Estos mismos violentólogos se convirtieron en una de las columnas centrales,
de tipo ideológico, del régimen uribista y ahora continúan por esa misma
senda durante el régimen santista. Uno de sus “teóricos” de cabecera vendió
la idea que Colombia es una democracia asediada por los violentos y el
Estado es una de las victimas y luego puso en circulación la ocurrencia
funcional del uribismo de que nos encontramos en la etapa del posconflicto.
Ese mismo individuo presidió durante los ocho años de AUV la Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) y ahora, como para que no
quede duda del carácter burocrático de su labor, forma parte de la junta
directiva del Fondo de Víctimas de la Corte Penal Internacional (CPI).

En la práctica, esos violentólogos contribuyeron a escribir una nueva
historia oficial de la violencia en Colombia, muy en sintonía con la llamada
“historia revisionista”, que practica un individuo como Eduardo Posada Carbo
(ver ese conjunto de ocurrencias sin sentido histórico que se encuentran en
ese libelo de mal gusto titulado *La nación soñada*), que pretende
convencernos que este país es un remanso de paz, democracia y libertad, con
unas instituciones sólidas y, además, se deleitan en alabanzas a la
Constitución de 1991 como el máximo logro de nuestra pretendida civilidad.

Esos violentólogos han copado los pocos espacios de opinión que existen en
este país. Son indistintamente “investigadores” o “directores de
investigación” de proyectos avalados por COLCIENCIAS, por la ONU o por
cualquier ente burocrático nacional o extranjero, siempre y cuando entreguen
dinero, manejan departamentos y programas académicos en universidades
públicas y privadas (el IEPRI de la Universidad Nacional, Departamentos de
Ciencias Políticas, Corporación Nuevo Arco Iris…). Los periódicos y revistas
tradicionales de la oligarquía (*El Tiempo*, *El Espectador*, *El Colombiano
*, *Semana*…) les han abierto sus páginas para que escriban columnas en las
que, codeándose con sicarios de pluma de la extrema derecha, alaben al
Estado colombiano, al Ejército, al Plan Colombia, a la intervención
estadounidense como medidas necesarias para acabar con el “terrorismo”,
porque con muy contadas excepciones, el grueso de los violentólogos ha
asumido la misma matriz analítica de las clases dominantes de este país y
del imperialismo.

No por casualidad, los violentólogos y pazólogos han contribuido a difundir
el término de “victimas” para referirse indistintamente a antagónicos
sectores sociales y políticos, porque con este lenguaje lastimero se le
quita el carácter político y consciente de lucha a sujetos que han resistido
la opresión y han defendido su dignidad (y por eso sería mejor llamarlos*
vencidos*) y para cerrar el cuadro se le asigna el mismo carácter a quienes
han enfrentado la injusticia (ubicados en el espectro político en la
izquierda y pertenecientes a comunidades campesinas, indígenas o de
trabajadores), como a los que forman parte de organismos criminales por
excelencia (como son las fuerzas armadas de Colombia).* *

Ahora, para completar, la Ley de Victimas va a fundar una extendida
burocracia en diversos ámbitos, entre la que sobresale la creación de un
Sistema Nacional de Atención a las Victimas, que reemplaza a la inútil
Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. Pero también, y es lo que
debe subrayarse, se crean otras entidades burocráticas como el Centro de
Memoria Histórica, “adscrito al Departamento Administrativo de la
Presidencia de la República” (artículo 146). Aunque en el Parágrafo del
artículo 143 se afirme que las instituciones del Estado no impondrán una
historia o verdad oficial, la creación de un Centro de Memoria Histórica,
ligada de manera directa a la Presidencia de la República, apunta en la
dirección de fortalecer una visión oficial de la historia de la violencia en
Colombia, versión que, por lo demás, ya aparece en la Ley de Victimas,
porque allí ni el Estado, ni sus cuerpos represivos, ni las clases
dominantes son responsables de la violencia y el terrorismo oficial. Esta
tergiversación de nuestra historia ya forma parte de la “verdad oficial”, y
es la que los violentólogos y pazólogos han contribuido a reforzar en los
últimos años desde la CNRR y desde todos los medios de difusión académicos y
periodísticos en los que participan.

Como la Ley de Victimas tiene una vigencia de diez años, los negociantes
académicos de la violencia, deben estarse frotando las manos de jubilo y
alegría y deben estar haciendo cuentas con calculadora en mano, porque
durante un decenio van a tener asegurado un empleo rentable, como
investigadores y asesores en la repugnante tarea de contar muertos o
desaparecidos, con lo cual los más prestigiosos violentólogos y pazólogos
aseguran cuantiosos ingresos económicos, mientras explotan a vasta escala a
estudiantes y asistentes de investigación, los que en realidad efectúan las
labores duras de recolección de información y trabajo de campo.

Por supuesto, a cambio de empleo y recursos, los intelectuales de la guerra
van a contribuir a fortalecer la historia oficial y la memoria del poder en
Colombia, en lo cual ya han avanzado de manera notable al negar todas las
barbaridades y crímenes cometidos durante los ocho años del régimen
narcotraqueto del ordinario finquero que ocupó el Palacio de Narquiño, al
que alaban abiertamente por su política de “inseguridad antidemocrática” y
por devolverle la “tranquilidad al país”, porque, entre paréntesis, algunos
violentólogos tienen finca en las afueras de las grandes ciudades y se
regocijan porque son los que pueden viajar por las carreteras del país.
Incluso, esos mismos violentólogos apoyaron, de manera abierta o velada,
acciones tan criminales y violatorias del derecho internacional, como la
masacre de Sucumbíos en marzo de 2008.

Así que con la mal llamada Ley de Victimas se abre el camino a una nueva
historia oficial, cuyo relato se centra en negar las causas históricas del
conflicto armado en Colombia y se fortalece una memoria oficial, la de la
oligarquía colombiana, una memoria mutilada y fragmentada que sirve al
capitalismo salvaje a la colombiana para presentarse como una victima más de
la guerra y ocultar su protagonismo como el responsable del genocidio
continuado que ha desangrado a este país durante los últimos 65 años.

En esa perspectiva, no resulta raro que en lo sucesivo veamos la repetición
constante de imágenes de un cinismo extremo, como aquellas en las que un
personaje que por su amplio prontuario criminal ocupó la presidencia de la
República, se declaró victima y perseguido ante las cámaras de televisión.
Esto es una simple expresión de la forma -y un anticipo de todo lo que nos
espera en materia de “memoria”- como se está reescribiendo la historia
contemporánea de la violencia en Colombia, en la que los criminales aparecen
como “prósperos empresarios” y “hombres de bien” y el resto de colombianos
pobres y humildes, que han sido despojados y masacrados por terratenientes,
cuerpos represivos y sus paramilitares, son presentados como simples
“bandidos” o “terroristas”.


*(*) Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad
Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. *

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