Por
Gabriel Ángel
El Estado que conocemos hoy nos resulta una realidad
abrumadora. Un poder organizado y casi omnímodo, que existe por fuera de la
sociedad y se impone a ella misma, regulándola, dirigiéndola y
controlándola. Se nos presenta como una estructura gigante, que cohesiona
de manera funcional todos y cada uno de sus componentes, en desarrollo de
una lógica irresistible edificada con el supuesto propósito de alcanzar el
bienestar colectivo. Gracias al materialismo histórico fue posible
desentrañar la esencia de clase del Estado, su carácter de instrumento de
dominación de unos hombres sobre otros, su esencia violenta y represiva. Y
descubrir que su tipología moderna replica en el campo político los
intereses de la clase capitalista que se hizo al poder con el advenimiento
de la sociedad burguesa. El constitucionalismo liberal institucionalizó el
poder del capital y legitimó su fuerza. Lo cual no significó la
desaparición de la inconformidad y las luchas de las clases sociales
afectadas por las nuevas relaciones sociales. La revolución francesa,
ejemplo clásico de la creación del Estado burgués, requirió del alzamiento
multitudinario y armado de la inmensa mayoría de los desposeídos para
derribar el viejo régimen feudal de la monarquía. Pero terminó siendo
conducida por quienes depositaron el poder en una minoría de grandes
propietarios. Las guerras de independencia de las colonias americanas
reafirmaron la misma constante. Sólo que aquí no fue precisamente una clase
burguesa la que se hizo al poder, sino una clase de grandes propietarios de
tierra, reforzada por los nuevos terratenientes surgidos de la guerra,
generales y oficiales de los ejércitos libertadores, proclives al uso de
las armas y convencidos de la posibilidad de arreglarlo todo por medio de
la fuerza. Ellos crearon un Estado a su medida. El devenir constitucional
del Estado colombiano en particular está signado por las guerras civiles de
los siglos XIX y XX. Alzamientos, triunfos y derrotas de un partido u otro
culminaron siempre con el rediseño institucional del país. Incluso la
violencia de los años cuarenta y cincuenta puede leerse como la reacción
violenta del sector que terminó por imponer el Plebiscito de 1957, contra
las fuerzas de avanzada que habían promulgado la reforma constitucional de
1936. Cada vez que un partido o coalición logró estabilizar un orden
constitucional sobre las aspiraciones de las fuerzas que en su momento
resultaron vencidas, creyó llegada la ocasión de eternizar su modelo de
Estado. Con ese fin fortaleció y profesionalizó sus mecanismosde
sometimiento. Jueces y cárceles en un país de leguleyos como el nuestro,
fuerzas policiales y de seguridad cada vez más especializadas y un
creciente y mejor armado aparato castrense. Es cierto que el país cuyas
clases dominantes se empeñaban en insertar en la ola mundial del
neoliberalismo, requería de una nueva institucionalidad que lo facilitara,
pero ello no puede ocultar que la aspiración de rendir la insurgencia
armada en una Asamblea Constituyente jugó su papel para haberla convocado
simultáneamente con el bombardeo al campamento de las FARC en Casa Verde.
Así la nueva Constitución sería el sello de una gran victoria militar. Que
no se produjo. Es fácil comprender entonces, a la luz del acontecer
nacional, que el Estado no es el representante automático del interés
general, sino el defensor de los privilegios de la casta económica y
política detentadora de las mayores riquezas y ambiciones. Las guerras
libradas en el territorio nacional, la sangre derramada, las vidas e
historias familiares truncadas, no han sido otra cosa que el resultado de
la voluntad de un sector privilegiado refractario a las fuerzas que abogan
por cambios. Cuando se capta esa idea fundamental, el Estado pierde su
magia, deja de parecernos omnímodo e invencible, se nos revela como una
creación humana que responde a intereses concretos de personas, familias y
grupos. Ya no es el dispensador neutral de justicia y bienestar, sino más
bien el genio que brota de la lámpara de la avaricia, para cumplir con los
deseos egoístas de su amo, al precio que sea y pasando por encima de
quienes tenga que aplastar. De ese modo se materializa su carácter
precario, puede ser cambiado, rediseñado sobre bases distintas. Con el
inconveniente obvio de que por ser el depositario de la fuerza, de los
enormes aparatos de represión, de las armas y los hombres encargados de
usarlas, sus dueños exigen que cualquier modificación deba hacerse sobre
los presupuestos contemplados en la institucionalidad. Institucionalidad
concebida y tejida precisamente para impedir los cambios. Y a la que se
añade, como en el caso colombiano, el empleo de la violencia oficial en
todas sus manifestaciones, las legales e ilegales, las jurídicas y las de
hecho. En esas condiciones la existencia de la rebeldía, del alzamiento en
armas, obedece a la única forma histórica que las clases dominantes en
nuestro país han abierto a las transformaciones políticas. Los sectores
marginados y excluidos del bienestar económico y político no tienen otro
camino que levantarse. Y en unas condiciones abismalmente inferiores.
Casi con el sólo corazón. Insurgentes sin recursos económicos, sin
preparación militar, obligados a separarse de sus familias para siempre,
repudiados y calumniados por el gigantesco aparato de propaganda al
servicio del poder. Guerrilleros, milicianos, estructuras conspirativas
creadas con la mejor buena fe, resultan obligados por las circunstancias, a
mezclarse en actividades que les repugnan. Matar a otro ser humano,
privarlo de su libertad, arrebatarle su propiedad, conductas consideradas
impropias en tiempos normales, adquieren toda importancia cuando se trata
de defender la propia vida o la sobrevivencia del grupo rebelde. Sus
comportamientos no son ajenos a los realizados a diario por las fuerzas
del Estado, sólo que los de estas suelen ser presentados como legítimos,
necesarios y plausibles. También en esta materia la desventaja es enorme. La
violencia del Estado persigue la imposición de un orden que beneficia a los
intereses de la minoría burguesa o latifundista que lo controla. En
consecuencia, tiene como destinarios a los integrantes de la gran masa de
desposeídos, la inmensa mayoría de la población. La violencia insurgente es
la respuesta popular a la sempiterna agresión. Las dos son distintas en
esencia, no pueden ser sopesadas con igual rasero. Desconocer tal realidad
imposibilita cualquier acuerdo. Abstraerse de ella sería tanto como
pretender que David fuera condenado por haber usado una honda contra
Goliat, en lugar de haberlo enfrentado con iguales armas con su cuerpo
endeble. Resulta absurdo considerar equiparables los medios y acciones de
un Estado apoyado por grandes potencias, con los de unas guerrillas
auténticamente heroicas que persisten solitarias pese a la enormidad de la
persecución sufrida. Valga la reflexión en esta hora de definiciones.
Montañas
de Colombia, 22 de junio de 2013.
FUENTE: Samuel Barinas 1 de julio 2013
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