Introducción.
La Constitución del 91 se nos ha presentado, no sin justas razones, como una Constitución progresista, antiformalista, el origen del nuevo derecho, de textura abierta, garantista, vanguardista, tanto por los derechos fundamentales que consagró, por la figura del Estado Social de Derecho que los respalda y por el esquema de democracia participativa que propiciaba. Todos esos elementos le han servido, sobretodo a la espíritu jurídico, aunque tambien al politico, para defender la idea de una Constitución sustancialmente emancipatoria -los más optimistas incluso la definen como contra-hegemónica-1, sin duda el producto más acabado de la conciencia jurídico-politica latinoamericana, que nuestros jurisconsultos, además, desprecian -a buena parte del resto de esa conciencia jurídica en América Latina- por considerar que Colombia es potencia jurídico-teórica en el continente.
Obviamente, esa conciencia jurídica asume la Constitución como un producto acabado y le es indiferente el proceso previo que le dió origen. Preguntas sobre su legitimidad, el contexto político que la generó, las tensiones internas que se dieron a su interior, son factores que el jurisconsulto considera menores frente al resultado final que el no puede reconocer sino como bloque, sin consideración de fisuras, aristas o contradicciones previas.
Pero no es solo por deformación profesional que se da esta hipostatización del Texto Constitucional (Negri utiliza el término “hipóstasis jurídica” en un sentido idéntico2) en el espíritu jurídico colombiano. También hay que reconocer que en un país tan conservador como Colombia en sus estructuras jurídico-políticas, la Constitución del 91 le permitió a una nueva generación de científicos sociales (incluidos, por supuesto, los profesionales del Derecho y de la Ciencia Politica) y, en general, de sectores progresistas, lograr por fin un instrumento de "oposición democrática" dentro del sistema que les posibilitara ampliar espacios y reivindicar expectativas económicas, sociales y políticas que el bipartidismo había cerrado desde su pacto excluyente en la década del 503.
Pero fue el corazón y las ansias reprimidas de una Colombia mejor lo que no le permitieron, precisamente, a todos esos sectores tanto tiempo esperanzados en alguna salida que no fuera violenta -opción que la realidad también mostraba implausible- ver la trampa que se escondía tras la Constitución del 91. Las élites colombianas (económicas, políticas e intelectuales), una vez más, habían logrado constitucionalizar la mentira y disfrazar su esquema histórico de dominación hegemónica con los ropajes seductores de un Estado Social de Derecho y una democracia participativa4. Con esos anzuelos nos tragamos la carnada de un ordenamiento que,
* Profesor Asociado de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor Asociado de la Universidad de Los Andes. Filósofo (U. Nacional), Maestría y Doctorado en Filosofía Política y Filosofía del Derecho (Pacific University, Los Angeles). Autor, entre otros, de La Problemática Iusfilosófica de la Obediencia al Derecho y la Justificación Constitucional de la Desobediencia Civil (Bogotá, Unibiblos, 2001); Derecho, Legitimidad y Democracia Deliberativa (Bogotá, Témis, 1998); Justicia y Democracia Consensual (Bogotá, Siglo del Hombre, 1997) y El Humanismo Crítico Latinoamericano (Bogotá, M&T Editores, 1993). Esta ponencia contó con el apoyo, como asistente de investigación, de la profesora Paola Rodríguez. Correo electrónico: omejiaq@unal.edu.co.; omejia@uniandes.edu.co. 1 Ver, particularmente, Carlos Gaviria, Un enfoque positivo de la Constitución en Varios, El Debate a la Constitución, Bogotá, D.C.: ILSA, 2002, págs. 19-28; así como Rodrigo Uprimny, Constitución de 1991, estado social y derechos humanos en ibidem., págs. 55-72, entre otros. 2 Ver Antonio Negri, La constitución del trabajo en El Poder Constituyente, Madrid, Prodhufi, 1994, pág. 276. 3 Hernando Valencia Villa, Cartas de Batalla. Una Crítica del Constitucionalismo Colombiano, Bogotá, CEREC, 1997. 4 Ver Maria Teresa Uribe, Las promesas incumplidas de la Constitución en El Debate a la Constitución, Bogotá, D.C.: ILSA, 2002, págs. 191- 208; así como Ernesto Pinilla, Es viable el estado social de derecho en la sociedad colombiana? en Pensamiento Jurídico (No. 15), Bogotá, D.C.: Universidad Nacional (Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales), 2002, págs. 237-260; igualmente Hernando Valencia Villa,
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de hecho, era la constitucionalización política de la exclusión y que, en lo profundo de su texto, escondía la simiente de la guerra y la periferización y deslegitimación de todo conflicto frente a ella.
1. Las Expectativas Frustradas de la Constitución.
Es necesario comenzar por reconocer que la Constitución del 91 no cumplió la principal expectativa para la que fue convocada, una de las cuales, la más importante, era el logro de la paz y, a través de ella, la garantía de la vida. Y, sin duda, como ya se ha reconocido por varios comentaristas, más allá de sus aciertos y fortalezas en la defensa de derechos fundamentales, tampoco logró concretar lo que era otra de sus grandes aspiraciones: la de una auténtica y eficaz democracia participativa. La Constitución no logró consolidar las condiciones de posibilidad de la reconciliación nacional, como era la paz, ni de respeto a los derechos humanos mínimos, como podía ser el respeto a la vida. Ese fue el gran fracaso y eso es lo que constituye la gran debilidad de la Constitución de 1991, que hoy en día nos coloca de nuevo en la necesidad de replantear un proceso constituyente.
La Constitución de 1991 es un pacto que nace muerto, tanto en términos del contractualismo más ortodoxo, como el hobbesiano por ejemplo, para el que la paz es básicamente un principio fundamental del orden social, como del liberalismo clásico en términos de una auténtica participación popular. Nace muerto porque el día en que se vota la conformación de la Asamblea Nacional Constitucional, el 9 de diciembre de 1990, se desata la ofensiva contra Casa Verde, que había sido el símbolo de los diálogos de paz durante más de diez años, lo cual no puede ser tomado como un hecho irrelevante, pues simbólicamente signó el nacimiento de la Constitución del 91 como un pacto de guerra más que como un pacto de paz. Se cerraron los cauces para un diálogo nacional, no solamente con las FARC, sino con todos los grupos alzados en armas que no se integraron al proceso y ésa no era la intención ni el deseo por los cuales los colombianos habían abierto las puertas para la convocatoria de una nueva Constitución5.
Así que si hablamos en términos de Hobbes, la Constitución de 1991 no cumplió el principal postulado por el cual un ordenamiento jurídico-político garantiza la legitimidad del pacto de unión. Y si lo hacemos en términos de Locke o Rousseau, la menguada votación que la Constituyente alcanza, horada su legitimidad procedimental y no permite, efectivamente, consolidarla como expresión de una voluntad general mínimamente unificada6.
No se puede, por tanto, endilgarle al conflicto armado el origen de las debilidades de la Constitución cuando fue un proceso constituyente excluyente la causa del recrudecimiento del conflicto. No fue la antinomia entre participación y conflicto armado la causa de la ineficacia de la Constitución. La Constituyente creyó que ideando un esquema irreal de participación resolvía el problema del conflicto armado sin acudir a los actores armados protagonistas del mismo. Pero el problema del conflicto tenía que ser resuelto directamente con los actores de este. Al no hacerlo así, la Constitución del 91 de convirtió en un recurso ideológico de las élites para justificar un nuevo esquema de dominación que ofrecía, en lugar de la paz, una democracia participativa sin la participación de los actores disidentes y un estado social sin los sectores sociales que reclamaban la inclusión.
2. Constitución y Filosofía Política.
Hay una segunda instancia desde la que sale igualmente mal librada la Constitución del 91: desde la filosofía política, entendida esta en el marco de la tradición radical, es decir, teniendo como propósito dar razón de la
Op.Cit.. 5 Consuelo Ahumada, El autoritarismo neoliberal: de la Asamblea Constituyente a la nueva Constitución en El Modelo Neoliberal y su Impacto en la Sociedad Colombiana, Bogotá, El Áncora Editores, 1996, págs. 174-218. 6 En general sobre el contractualismo ver Oscar Mejía Quintana, La tradición contractualista en Justicia y Democracia Consensual, Bogotá, D.C., Siglo del Hombre, 1997, págs. 13-34.
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totalidad del fenómeno político, y no en el marco de la tradición de la filosofía analítica, es decir, pretendiendo simplemente explicar metateoricamente las categorías del discurso político7.
Es aquí donde vale la pena acudir a la propuesta filosofico- política de John Rawls. La propuesta rawlsiana, en general, se desarrolla en tres momentos: el dialógico-moral que, con la figura de la posición original, supone la obtención de un consenso moral donde las diferentes concepciones de justicia presentes en una sociedad son asumidas, contrastadas y discutidas; el político-contractual, donde tal concepción consensual de justicia se revela como el resultado de un amplio consenso entrecruzado de los diversos sujetos colectivos de la sociedad, construyendo, a partir de ello, cooperativamente, el espacio de lo público; y, por último, el ético-contextual, a través del cual tales sujetos colectivos, como expresión de una comunidad y tradición concretas, subsumen o no tal concepción política de justicia y el ordenamiento constitucional que se ha derivado de ella, haciendo de la disidencia un criterio normativo no solo moral sino de legitimidad política.
El planteamiento rawlsiano se desarrolla en dos de sus obras principales. Primero, en la Teoría de la Justicia donde Rawls redondea su crítica al utilitarismo, al acoger la tradición contractualista como la más adecuada para concebir una concepción de justicia como equidad -en línea kantiana- capaz de satisfacer por consenso las expectativas de igual libertad y justicia distributiva de una sociedad. En esa línea concibe un procedimiento de consensualización del que se derivan, en condiciones simétricas de libertad e igualdad argumentativas, unos principios de justicia social que orientan la construcción institucional de la estructura básica de la sociedad, a nivel jurídico, político, económico y social8.
La reacción a este primer planteamiento de Rawls tiene como consecuencia lo que se conoce como la polémica liberal-comunitarista de Nozick9 y Buchanan10, por un lado, y MacIntyre11, Taylor12, Walzer13 y Sandel14 por el otro, dando así origen a una de las más interesantes discusiones filosófico-políticas del siglo XX15, y la cual explica en parte los cambios de Rawls en su segunda obra, Political Liberalism16. En ella Rawls abjura del liberalismo clásico procedimental, planteando una nueva visión que en adelante denominará concepción política de la justicia. El libro formula varios cambios de fondo, siendo uno de los más importantes el planteamiento, frente al constructivismo kantiano, de un constructivismo político cuyo objetivo es posibilitar un pluralismo razonable entre las diferentes visiones omnicomprehensivas de la sociedad17.
Además de otras reformulaciones, Rawls introduce una noción determinante sobre la que se funda, en últimas, esa concepción política de la justicia: la del consenso entrecruzado (overlapping consensus). Este consenso se concibe en dos etapas: una que Rawls define como consenso constitucional cuyo objetivo es moderar el conflicto y abrir el poder a los actores del mismo, logrando un clima de convivencia pacífica y reciprocidad entre estos. Y una segunda, el consenso político propiamente dicho (un consenso de consensos) que proyecta colectivamente el ideal de sociedad al que todos aspiran, basado en la concepción consensual de justicia concertada por todos los sujetos colectivos que se han comprometido con la realización de un ideal concertado y razonable de sociedad en la cual todos sean protagonistas.
7 Sobre el papel de la filosofia politica en la tradicion radical ver John Rawls, Four roles of political philosophy en Justice as Fairness: a Restatement, Cambridge, Harvard University Press, 2001, pags. 1-5.; Fernando Quesada, Sobre la naturaleza de la filosofía política en Filosofía Política (T. I), Madrid, Trotta, 1997, pags. 11-16; y José Rubio Carracedo, La recuperación de la filosofía política en Paradigmas de la Política, Barcelona, Anthropos, 1990, pags. 13-37.
8 John Rawls, Teoría de la Justicia, México, F.C.E., 1979. 9 Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía, México, F.C.E., 1988. 10 James Buchanan, The Limits of Liberty, Chicago, University of Chicago Press, 1975. 11 Alasdair MacIntyre, After Virtue, London, Duckworth, 1981. 12 Charles Taylor, Sources of the Self, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1989. 13 Michael Walzer, Spheres of Justice, New York, Basic Books, 1983. 14 Michael Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge, Cambridge University Press, 1982. 15 Stephen Mulhall & Adam Swift, Liberals & Communitarians, Oxford & Cambridge, Blackwell, 1992. 16 John Rawls, Political Liberalism, New York, Columbia University Press, 1993. 17 Otfried Höffe, Dans quelle mesure la théorie de John Rawls est-elle kantienne? en Individue et Justice Sociale, Paris, Editions Du Seuil, 1988.
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La propuesta rawlsiana permite derivar varias conclusiones pertinentes para el proceso constituyente del 91. En primer lugar para señalar que la Constitución del 91 fue un acuerdo de mayorías y no un consenso, como a veces intenta presentarse, y que, al no haberlo sido, carece de la justificación moral y de la legitimación política universal que requeriría para lograr una validez y eficacia suficientes que le dieran la estabilidad social deseable. Solo desde un consenso político amplio adquiere un ordenamiento, no solo legitimidad sino eficacia social y validez jurídica18.
En Teoría de la Justicia Rawls muestra que un proceso constituyente moderno debe partir de un consenso mínimo que determine los principios de justicia social sobre los que todos los sectores puedan converger y es a partir de ellos que las instituciones se conciben y construyen y es su carácter consensual el que puede conferirle estabilidad a un ordenamiento jurídico-político. La ingeniería constitucional, que no es sino técnica constitucional, se vuelve impotente si no hay un pacto político sólido que la respalde. Al no existir un consenso político amplio que le diera sustento a la Constitución del 91 y al imponerse a su interior un acuerdo de mayorías, el pacto que pretende convalidarlo está doblemente muerto y esa es parte de la debilidad de la Constitución19.
Pero si no es Rawls, quien puede explicar la dinámica del proceso constituyente del 91 en cuanto no hubo un consenso universal a su interior, en cambio si podemos acudir a los otros dos neocontractualistas para comprender la Constitución del 91: Nozick y Buchanan que, según Van Parijs, son los representantes más lúcidos de lo que denomina el "neoliberalismo filosófico"20.
El planteamiento de Nozick, que intenta ser una relectura del contractualismo de Locke, tiene como objetivo principal justificar la existencia de un estado mínimo, garante de la dinámica de mercado, en un esquema donde la justicia social se limita a la convalidación de la inequidad que se deriva de aquella21. Buchanan, por su parte, siguiendo el modelo hobbesiano, va a reivindicar el carácter absoluto del estado de naturaleza inicial, en cuanto lo que en él se gana no puede posteriormente ser desconocido por el estado político. El contrato constitucional, de donde surge el orden estatal, solo puede convalidar lo que los actores ya han adquirido de hecho -por la fuerza o por su capacidad competitiva- en el estado de naturaleza, potenciando la optimización de sus utilidades futuras a través del establecimiento de un marco de derechos constitucionales que así lo propicien22.
Desde esta perspectiva toma sentido lo que sucedió en 1991. El proceso constituyente fue usufructuado por las élites bipartidistas (encabezadas por el Partido Liberal y el Movimiento de Salvación Nacional), imponiendo -en la línea de Buchanan- la lógica de los vencedores sobre la de los vencidos: el acuerdo de los tres grupos mayoritarios al interior de la Constituyente respondió a esa estrategia. La Alianza Democrática M- 19 que era expresión, supuestamente, de los sectores progresistas que depositaron en el movimiento todas sus esperanzas, no resistió la inercia neogamonal de gran parte de sus representantes -reclutados en las filas del paleo y neogamonalismo23 bipartidista y la intelligentsia intelectual- y sucumbió a la trampa de la élite criolla
18 En efecto, hay que recordar que el Partido Liberal, Salvación Nacional y el Movimiento Democrático M-19 –que se prestó para ese juego- sumado al gobierno neoliberal de Gaviria, impusieron a la Constituyente un acuerdo sobre el texto básico de la Constitución, a un mes largo del final. Sin duda, el acuerdo recogía gran parte de lo concertado en las deliberaciones previas pero imponía una disposición institucional que no era gratuita y que los artículos transitorios revelaron en toda su extensión18. Un acuerdo que se firma, además, por fuera de la Constituyente, en el Palacio de Nariño, violando así su autonomía y, por tanto, su soberanía como cuerpo institucional. Me refiero al Acuerdo del 7 de Junio de 1991 entre el Partido Liberal, el Movimiento de Salvación Nacional y el Movimiento AD M-19, patrocinado por el gobierno de Cesar Gaviria y con la presencia del expresidente López Michelsen.
19 Giovanni Sartori, La ingeniería constitucional en Ingeniería Constitucional Comparada, México, F.C.E., 1996, págs. 211-219. 20 Philippe Van Parijs, Qué es una Sociedad Justa?, Barcelona, Ariel, 1993, pág. 178. 21 R. Nozick, Op..Cit.. 22 J. Buchanan, Op.Cit..
23 Por gamonalismo y neogamonalismo hago alusión a los viejos y nuevos sectores de las élites enraizados en una éticidad de carácter premoderno y mimetizados bajo diferentes “ropajes (pseudo)modernos” (profesiones liberales, sectores de pequeña burguesía alta y burguesía nacional, intelectualidad, etc.) pero que realmente representan los sujetos colectivos que ostentan la dominación hegemónica de nuestra sociedad. Ver Gonzalo Sanchez & Donny Meerteens, Bandoleros, Gamonales y Campesinos, Bogotá, D.C.: Ancora Editores,
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que, en últimas, si tenía claridad en lograr dos propósitos: primero, imponer el esquema neoliberal de internacionalización de la economía y, segundo, afianzar un proceso de reconciliación nacional sin los actores políticos del conflicto. Ambos propósitos liderados por el Presidente de entonces, Cesar Gaviria, que con ello nos daba su triste y paradójica "bienvenida al futuro".
El contrato constitucional, en la lógica buchaniana, entendido como la imposición de los vencedores sobre los vencidos, introdujo constitucionalmente el hegemón neoliberal en el país, suavizándolo con dos figuras, la del Estado Social de Derecho y la de la democracia participativa, que, en todo caso, eran ya los dos objeto de controversia universal dada la imposibilidad del primero en el contexto de un mundo global (eso sin tener en cuenta el agudo diagnóstico de Habermas de que aquella ha sido la forma institucional que mayor juridización del mundo de la vida ha originado en cinco siglos de desarrollo capitalista24) y la implausibilidad de la segunda en un contexto de conflicto armado como el que el país vivía desde hacía 40 años. La faz progresista de la Constitución solo fue el instrumento para catalizar el modelo económico neoliberal con mínimas resistencias a su interior, en una dinámica de negociación que los sectores progresistas a su interior creyeron cándidamente se inclinaba a su favor cuando la realidad era la ambientación institucional de un esquema de exclusión neoliberal convalidado constitucionalmente.
La Constitución del 91 fue un rizoma. Esta categoría, con la cual se ha querido explicar y justificar la Constitución, pese a su sofistificación conceptual, intenta poner en evidencia la realidad contradictoria y convergente del Texto del 91. El concepto proviene de la filosofía política francesa y es un planteamiento de dos de sus máximos representantes, Gilles Deleuze y Félix Guattari, en el libro Mil Mesetas25, continuación de su famoso Antiedipo26. Aunque la aplicación de la categoría a nuestro contexto no se compadece con la definición que ofrecen de la misma, no deja de ser significativo que la conciencia académica local haya acudido a ella para dar razón del sentido y proyección de la Constitución del 9127. Pese a las distancias, la definición que ofrecen permite comprender su eventual analogía:
“... el rizoma conecta cualquier punto con otro punto cualquiera, cada uno de sus rasgos no
remite necesariamente a rasgos de la misma naturaleza; el rizoma pone en juego regímenes de
signos muy distintos e incluso estados de no-signos. El rizoma no se deja reducir ni a lo Uno
ni a lo Múltiple.... No está hecho de unidades, sino de dimensiones, o más bien de
direcciones cambiantes. No tiene principio ni fin, siempre tiene un medio por el que crece y
desborda... [E]l rizoma sólo está hecho de líneas: líneas de segmentaridad, de estratificación,
como dimensiones, pero también línea de fuga o de desterritorialización como dimensión
máxima según la cual, siguiéndola, la multiplicidad se metamorfosea al cambiar de naturaleza” 28.
En su aserción etimológica rizoma significa “tallo horizontal y subterráneo”29, y su sinónimo más conocido es el de “raíz”30. Rizoma es, pues, una raíz horizontal como, por ejemplo, la raíz del lirio común. Quisiera explorar una traducción al contexto sociocultural del altiplano cundiboyacense –que en ese aspecto es del país entero- y apostarle a una posible comparación entre esa raíz horizontal y esos tubérculos monstruosos que, excepcionalmente, se extraen de la tierra: esas papas pegadas unas con otras, deformes, yuxtapuestas, que no alcanzaron a madurar su proceso y surgen de la tierra como testimonio de una especie de frustración genética.
1985. 24 Ver Jürgen Habermas, Tendencias a la juridización en Teoría de la Acción Comunicativa (T.II), Buenos Aires, Taurus, 1989, págs. 502-520. 25 Gilles Deleuze & Felix Guattari, Introducción: Rizoma en Mil Mesetas , Valencia, Pretextos, 2000, págs. 9-32. 26 Gilles Deleuze & Felix Guattari, El Antiedipo, Barcelona, Barral Editores, 1974. 27 Maria Teresa Uribe, Las promesas incumplidas de la democracia participativa en El Debate de la Constitución, Bogotá, D.C., ILSA-UNC, 2001, págs. 191-208. 28 Gilles Deleuze & Felix Guattari, Introducción: Rizoma en Mil Mesetas, Valencia, Pretextos, 2000, pág. 25. 29 Ver Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, Madrid, Editorial Espasa-Calpe, 1970, pág. 1151. 30 Ver Federico Sainz de Robles, Diccionario Español de Sinónimos y Antónimos, Madrid, Aguilar, 1981, pág. 979.
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Afirmar que la Constitución del 91 fue un rizoma sería, para nuestra eticidad más primitiva31, alejándonos de Deleuze y Guattari por supuesto, lo mismo que decir que fue una papa monstruosa. Un acuerdo de mayorías articulado desde fuera de la Constituyente que esta se ve obligada a subsumir y que termina imponiéndole al país una Constitución que sin duda tiene sus bondades pero que, de hecho, fue la fórmula de recambio que las élites colombianas utilizaron para no acudir a una negociación de paz amplia e instrumentalizar una reconciliación a medias, sin los actores reales del conflicto, regateando parcelas de la Constitución sin tocar los grandes problemas nacionales. Fue, pues, una Carta Política que no logró ser el fruto de un consenso político nacional, ni ser el producto de convergencia de todos los sectores, no sólo para lograr la paz, sino para concebir, con criterio realista, un país con las estructuras institucionales necesarias para consolidarla.
3. La Estrategia de las Elites.
Cual fue la estrategia que las élites, empotradas en la Constituyente, le ofrecieron al país para hacer converger la pluralidad de posiciones y conciliar, al menos coyunturalmente, la extrapolación existente? Lo lograron a través de la figuras del Estado Social de Derecho y de un neorrepublicanismo tibio, concretado en una democracia participativa sin participación popular. Las élites quisieron reemplazar el consenso político que no permitieron realizar a través de estos espejismos jurídico-políticos, en la confianza de que ellos convocaran el apoyo de la ciudadanía por su apariencia emancipatoria y progresista que, en todo caso, quedaba supeditado a la intención de dominación excluyente y hegemonía ideológica que aquellas buscaban perpetuar32.
De nuevo, la filosofía política permite fundamentar una visión crítica del proceso constitucional. En efecto, Habermas ha mostrado cómo la figura del Estado Social de Derecho tiene cuatro supuestos: un estado-nación con presencia territorial homogénea; un estado fiscal, fundado en lo anterior, que garantice una viabilidad económica mínima sin la cual no es posible; un estado democrático fundado en una legitimidad popular suficiente; y, finalmente, una concepción simbólica de pueblo que garantice la solidaridad de la población en general. Sólo sobre una base tal puede desplegarse la figura del Estado Social. La pregunta que se impone es: cuando no existen esas condiciones, ¿qué es lo que en realidad se está propiciando? Lo que se propicia es la imposición de una estructura ideológico-represiva de control, una figura de manipulación política para lograr el apoyo ciudadano que una Constitución de mayorías, no de consenso político nacional, requería para ser mínimamente legitimada por el conjunto de la ciudadanía.
Pero la fórmula jurídica tenía que ser complementada con una fórmula política. Al no pensar en la realidad, en la paz política que el país buscaba, se acudió, de nuevo, al camino más fácil como era pensar, no en el ciudadano real y sus necesidades, sino en un ciudadano virtuoso, por no decir que un ciudadano virtual, que pudiera salvar el esquema. El Constituyente del 91, alucinado por su propio espejismo ideológico, concibió una democracia participativa, de arraigambre republicana, que, a través de una participación que desde la misma Constitución nació restringida y que la regulación legal estatutaria terminó por asfixiar, solo buscaba convocar el soporte forzado de determinados sectores minoritarios –su única alternativa frente a la falta de consenso político real- ante la ausencia de lo grandes protagonistas del conflicto armado colombiano.
Esa democracia participativa se fundaba en una visión neorrepublicana del siglo XIX que estuvo presente en nuestro contexto y que tenía sus orígenes tanto en el ethos hispánico como en las recepciones que se hacen de él en el siglo antepasado en Colombia33. Pero esa recepción, como la del Estado Social, una vez más retomó lo menos indicado que el estado del arte universal recomendaba, olvidándose de las dos lecturas que el republicanismo admite en nuestros tiempos. De una parte, un neo-republicanismo, de corte anglosajón, que básicamente se concibe como un reformador del liberalismo, imprimiéndole las virtudes cívicas de las que parece carecer. Y, de otra, el post-republicanismo, de ascendencia francesa, que, recuperando sus raíces,
31 Sobre el concepto de eticidad ver Albrecht Wellmer, Condiciones de una cultura democrática en Finales de Partida: La Modernidad Irreconciliable, Madrid, Cátedra, 1996, págs. 77-101. 32 Rodrigo Uprimny, Constitución de 1991, Estado Social y derechos humanos: promesas incumplidas, diagnóstico y perspectivas en El Debate de la Constitución, Bogotá, D.C., ILSA-UNC, 2001, págs. 55-72.
33 Sobre la tradición democrática en Latinoamérica ver Oscar Mejía Quintana & Arlene Tickner, Cultura y Democracia en América Latina, Bogotá, D.C., M&T Editores, 1992.
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intenta ser una alternativa a la postura liberal (y también socialista34) generando lo que hoy se denomina en la filosofía política como una propuesta de democracia deliberativa35.
El neogamonalismo constituyente optó por la interpretación anglosajona del republicanismo, la meramente reformista del liberalismo y, por tanto, coyuntural y manipulatoria, dando como producto esa democracia participativa insulsa que nos caracteriza, una democracia sin participación popular efectiva, sin ciudadanos virtuosos, un híbrido entre democracia representativa y participación sin ciudadanía cuya única consecuencia solo podía ser el mantenimiento de los hilos del poder en las élites económicas, políticas, y ahora tecnocráticas, de siempre. El resultado, pues, fue una democracia que no es representativa ni participativa, que carga los vicios de ambos sistemas, que no permitió que nos reconociéramos en un tipo de democracia acorde a nuestra identidad, como podía serlo un modelo de democracia contestataria y disputatoria que es la que mejor se identificaría con nuestra eticidad y que le diera paso al poder deliberativo de una sociedad civil políticamente plural y multicultural como es la colombiana36.
Sin pretender resucitar esquemas dogmatizados de análisis jurídico y político, no pueden dejarse de considerar, en este punto, dos perspectivas de suma relevancia para una interpretación plausible de la proyección real de las figuras del Estado Social de Derecho y la democracia participativa en nuestro contexto. Althusser, retomando esa radical sospecha sobre lo jurídico de la tradición marxista que, sin duda, con Pashukanis alcanza una de sus expresiones más elaboradas, denuncia el derecho tanto como “aparato represivo de estado” así como “aparato ideológico de estado”37. Podríamos decir que, aunque no lo supiera ni lo buscara, el Constituyente del 91 –obviamente por la manipulación de la que fue victima por parte del neogamonalismo criollo- terminó haciendo del Estado Social y de la democracia participativa un “aparato ideológico de Estado” con el cual se pretendió legitimar una Constitución que nace –pese a su intención- como símbolo de guerra. Posteriormente, el neogamonalismo, disfrazado de tecnocracia neoliberal, hace de ese Estado Social sin sociedad y de esa democracia participativa sin participación, pese a los esfuerzos y buenas intenciones de la Corte Constitucional, un “aparato represivo de Estado”, como el modelo neoliberal imperante y, ahora, el Plan Colombia claramente lo muestran38. Ante esto solo puede oponerse, una vez más, la radical fórmula pashukaniana: la del nihilismo jurídico frente a esa lectura pseudo-emancipatoria de la Constitución que solo refuerza su papel ideologizante y mimetiza su rol como instrumento de control y exclusión social de toda disidencia que no se pliegue a su texto39.
4. Crisis Política y Sociedad Civil.
La crisis política en Colombia, en el marco descrito, puede aducírsele por tanto a dos causas. De una parte a que la Constitución definitivamente no respondió al contexto socio-político que reclamaba soluciones concretas. Es decir, no se constituyó en un instrumento de pacificación y reconciliación nacional para lo cual fue convocada originalmente, tal como se lo plantea el movimiento de la Septima Papeleta. La crisis comienza entonces o, mejor, se prolonga desde entonces, imponiéndose, más que abriéndose, un paréntesis de calma con el proceso constituyente mismo que a la postre no logra consolidarse y que, en este momento, catalizado por un movimiento global antiterrorista, intenta ser reciclado por las élites en términos autoritarios y no deliberativos, recogiendo el mandato frustrado de pacificación que le diera origen al proceso. La crisis se origina ahí: en esa frustración no solo histórica sino social y política que significó la Constitución como pacto de paz. En este punto es inevitable retomar, de nuevo, a Rawls cuando sostiene que un consenso entrecruzado
34 Al respecto consultar la puntual distinción de Luc Ferry, De los derechos del hombre a la idea republicana en Filosofía Política (T. III), México, F.C.E., 1991, pp. 118-136. 35 Sobre el republicanismo ver Sylvie Mesure & Alain Renaut, La discussion republicaine du liberalisme moderne en Histoire de la Philosophie Politique (T. IV), Paris, Calmann-Levy, 1999, págs. 317-359 ; sobre la versión anglosajona, Philip Pettit, Republicanismo, Barcelona, Paidos, 1999; igualmente, Andrés Hernández (comp.), Republicanismo Contemporáneo, Bogotá, D.C., Siglo del Hombre, 2002.
36 William Villa, El estado multicultural y el nuevo modelo de subordinación en El Debate de la Constitución, Bogotá, D.C., ILSA-UNC, 2001, págs. 89-102. 37 Louis Althusser, Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988. 38 Ver, entre otros, Daniel Libreros, Nuevo modelo de dominación colonial en Jairo Estrada Alvarez (edr.), Plan Colombia. Ensayos Críticos, Bogotá, D.C., Universidad Nacional de Colombia, 2001, págs. 93-106.
39 Eugeni Pashukanis, Ideología y derecho en Teoría General del Derecho y el Marxismo, Barcelona, Labor, 1976, ppág. 61-72. 7
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no puede confundirse con un modus vivendi pero tampoco puede desconocerlo. Nosotros lo desconocimos al querer concebir una constitución política como si fuéramos un país ya en paz cuando de lo que se trataba era de garantizar ello como primera condición de un pacto social sólido y proyectivo40.
Pero una segunda causa, más allá de esa falacia política de la Constitución, fue lo que podríamos denominar la falacia social. Como se anoto antes, aquí hay que considerar hasta donde la Constitución del 91 fue congruente con nuestras eticidades. No solo si fue expresión de la totalidad de sujetos colectivos en conflicto –que no lo fue, como ya vimos- sino si tuvieron juego todas las eticidades, todas las formas de vida o, al menos, las más significativas, de esta nación nunca consolidada que es Colombia41. La crisis política hunde sus raíces en esa falacia social de que la Constitución nos representó a todos cuando no fue así, no lo ha sido nunca y sigue sin serlo, máxime en un contexto cultural polarizado en torno no solo a dos o tres, sino a cuatro o más, temporalidades simultáneamente: somos a un tiempo premodernos, modernos, transicionales, postmodernos, yuxtapuestos, traslapados y entremezclados en todas ellas, sin tener claridad de que tipo de Constitución necesitamos frente a tal pluralidad de tiempos, espacios y eticidades disgregadas, contradictorias y conflictivas existentes que somos y no somos en un mismo territorio42.
En últimas, el derecho no ha servido sino para alejarnos de esa reconciliación bajo la forma de constituciones y leyes que poco o nada tenian que ver con nuestrra realidad43. Quedaba, sin duda, la olímpica esperanza de que la conciencia política nos ofreciera una salida. Pero aquella en buena parte ha seguido los pasos de su homóloga jurídica. Si la conciencia jurídica clama como alternativa a la crisis por la constitución y el derecho en las figuras constitucionales del Estado Social y la democracia participativa, las que incluso definen como emancipatorias, la conciencia política reclama la participación de la sociedad civil como panacea de la gobernabilidad. Pero la ciencia política es tan cándida como la ciencia jurídica e hipostatíza la noción de sociedad civil sin adentrarse en sus diferentes lecturas e interpretaciones y en las consecuencias políticas de ello, sin mencionar el carácter absolutamente ideológico que la categoría de ‘gobernabilidad’ connota y los efectos de dominación hegemónica que entraña.
En efecto, son varias las lecturas que pueden hacerse de la sociedad civil, como, desde la filosofía política, lo ha puesto de relieve Habermas44. Reclamar que la crisis puede superarse si logramos que la sociedad civil medie en el conflicto es un lugar común que, al no evidenciar desde que tradición se emplaza su interpretación, lo que propicia de hecho es el afianzamiento del esquema ideológico de dominación hegemónica consolidado ya jurídicamente. La triada queda, final y finamente, completada: Estado Social de Derecho, democracia participativa y sociedad civil constituyen el trípode de la dominación neogamonal con la complicidad involuntaria de la conciencia jurídica y la conciencia política progresistas en su afán de justificar, más que de dar razón, del statu quo.
Son dos las aproximaciones que podemos hacer frente a la categoría de ‘sociedad civil’, como lo plantea Habermas retomando criticamente la reflexión de Cohen & Arato45. Una es la lectura kantiana de sociedad civil que reduce esta a sujetos jurídicos e institucionalizados. Y otra es la lectura hegeliana que ve la sociedad civil mediada por eticidades concretas, es decir, por las formas de vida específicas que anteceden a las entidades jurídicas. La primera es la lectura liberal-burguesa que la concibe en términos formales y limita sus actores a los reconocidos jurídicamente (gremios, partidos, ong’s, sindicatos, universidades, instituciones, medios de comunicación, etc.). Y la segunda seria una lectura republicano-comunitarista que reivindicaría,
40 John Rawls, Political Liberalism, New York, Columbia University Press, 1993. 41 Ver, al respecto, el ilustrativo texto de Peter Haberle, Constitución como Cultura, Bogotá D.C., Instituto de Estudios Constitucionales, 2002. 42 Néstor García Canclini, Contradicciones latinoamericanas: modernismo sin modernización en Culturas Híbridas, México, Grijalbo, 1989, pp. 65- 94; asi como José Joaquin Brunner, Tradicionalismo y postmodernidad en la cultura latinoamericana en H. Herlinghaus & M. Walter (eds.), Posmodernidad en la Periferia, Berlin, Langer, 1994, pp. 48-82 y Tensiones en la cultura global en Globalización Cultural y Postmodernidad, México, F.C.E., 1999, pp. 151-200. 43 Ver Jürgen Habermas, Epilogo en Facticidad y Validez, Madrid, Trotta, 1998. 44 Ver Jürgen Habermas, Un modelo de circulación del poder político en Facticidad y Validez, Madrid, Trotta, 1998, pags. 407-439. 45 Jean Cohen & Andrew Arato, Sociedad Civil y Teoria Politica, Mexico, F.C.E., 2000.
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frente a la anterior, la existencia de una multiplicidad de sujetos colectivos, no reconocidos juridicamente, pero existentes en cuanto a formas de identidad y concepciones de vida buena cotidianas.
Interpretar el conflicto colombiano desde una u otra tiene efectos políticos totalmente contrarios. Desde la primera, la mediación de la sociedad civil es, básicamente, la mediación de la sociedad burguesa (en sentido sociológico) reconociendo solo sus actores formales y desconociendo los sujetos colectivos periféricos. Desde la segunda, el énfasis se coloca, por el contrario, en los segundos –sin desconocer los primeros- reconociendo la legitimidad de ambas periferias y tratando de balancear la ecuación entre las dos instancias.
Habermas propone un modelo de política deliberativa con la intención de equilibrar los diferentes pesos que un sistema político supone. Tal es el sentido de su ‘metáfora de exclusas’ que, sin ocultar sus simpatías por la interpretación hegeliana, va a concebir una relación de complementariedad –por decir lo menos- entre los diversos niveles del sistema político, lo que le permite oponer un Estado Democrático de Derecho al Estado Social de Derecho, así como un modelo de democracia deliberativa al de democracia representativa y su muleta funcional, la participativa46. El sistema social gravita en torno a dos poderes: el poder administrativo del Estado que articula los subsistemas politico-administrativo y económico y un poder comunicativo (categoría que Habermas retoma de Hanna Arendt47) anclado en los procesos de comunicación pública que informalmente constituyen las diversas formas de vida de una sociedad. La dinámica de poder no puede centrarse en una u otra, excluyentemente. El poder administrativo, que Habermas se figura en el centro, y el poder comunicativo, que ubica en lo que denomina la ‘periferia externa’ son conectados, a traves de esta ‘ficción hidraúlica’, por unas esclusas (en últimas, los procedimientos democráticos institucionalizados) que canalizan los procesos deliberativos de formación y voluntad de la opinión pública.
Entre el poder comunicativo de la periferia externa (la sociedad civil entendida en terminos hegelianos) y el poder administrativo, está lo que Habermas denomina la ‘periferia interna’, es decir, la sociedad civil entendida en términos kantianos. El poder comunicativo pasa por esta periferia interna pero no se origina en ella: su origen es la periferia externa y sus expresiones son múltiples y no-institucionales (como por ejemplo la desobediencia civil). Si el poder comunicativo quedara reducido a la periferia interna no sería sino una expresión usufructuaria de la opinión pública, subordinada a los actores formales de la sociedad civil burguesa, y no discursivo-deliberativa, es decir, originada en los procesos de comunicación pública, tanto espontánea como mediatizada, de las diversas formas de vida que componen la periferia externa, es decir, la sociedad civil comprendida en términos hegelianos.
Proponer la mediación de la sociedad civil sin esclarecer el marco, kantiano o hegeliano, de su interpretación es obviar la mitad del análisis y, en cualquiera de los dos casos, ofrecer una visión ideológica, es decir, parcial y dicotómica, de la problemática colombiana. Pero reivindicar solo la interpretación kantiana, aunándola a las figuras de Estado Social de Derecho y democracia participativa es, sencillamente, una toma de partido por una opción frente a la otra. Y pretender reclamar para ello el estatuto de un analisis neutral y objetivo –si no emancipatorio, como lo hace igualmente la conciencia jurídica progresista- cuando, así no se quiera y no se sepa (recordemos la famosa sentencia de Marx: “No lo saben, pero lo hacen”) se está con ello convalidando la interpretación ideológica de dominación hegemónica de las elites neogamonales, es insostenible en su pretension de ‘cientificidad’. El desconocimiento de tales presupuestos es tambien parte estructural de la crisis politica colombiana.
Conclusión
La Constitución de 1991, cuya pretensión original fue ampliar el pacto definido por la Constitución de 1886 y reducido drásticamente por el plebiscito de 1957 que dió nacimiento al Frente Nacional, se revela hoy como el producto de un contrato parcial que debe ser extendido48. Ampliación tanto en la letra misma de la
46 Jürgen Habermas, Tres modelos normativos de democracia en La Inclusión del Otro, Barcelona, Paidos, 1999, pags. 231-246. 47 Ver, en general, Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism, New York, Harvest Book, 1973. 48 Jesús Vallejo Mejía, Reflexiones críticas sobre la Constitución de 1991 en La Constitución por Construir, Bogotá, D.C., Centro Editorial Universidad del Rosario, 2001, págs. 13-29.
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Constitución como en la adecuación de su espíritu a unas circunstancias que exigen que se le de cabida en el manejo del Estado y las estructuras básicas de la sociedad a sujetos colectivos que quedaron por fuera del contrato del 9149.
Hay que reconocer, de nuevo apoyándose en los marcos normativos de la filosofía política, que la Constitución del 91, precisamente por el acuerdo de mayorías impuesto al Constituyente de entonces violando su soberanía, que aquella no fue refrendada por la ciudadanía. Una Constitución Política tiene que ser ratificada por el pueblo para darle la legitimidad definitiva que le confiera a las instituciones que ha creado la estabilidad que la sociedad requiere y le reclama, como se infiere claramente de la lectura política del equilibrio reflexivo en la teoría de Rawls.
Pero, de hecho, once años de perpetuación del conflicto pone en evidencia, a pesar de todas sus fortalezas y sus avances, que la Constitución no ha sido refrendada y que, por tanto, sigue siendo un proceso no cerrado50. De ahí se infiere, como lo plantea Habermas, la necesidad de concebir normativamente (en términos político- morales) el texto constitucional como un proceso falible, abierto, en construcción51. Un proceso que al tener que ser refrendado popularmente le impone el reto a la ciudadanía de mantenerlo abierto, haciendo de la Constitución un pacto por la paz y la reconciliación, sentimiento por el cual fue originalmente convocada la Constituyente, y no un pacto para la guerra, como el consenso de las élites pretende instrumentalizarlo en estos momentos52.
Por último, si la Constitución del 91 no recogió todas las perspectivas ciudadanas, todas la eticidades que componen este país, se impone la necesidad ineludible de explorar y definir cual es el modelo de poder constituyente que mejor se adapta a la idiosincrasia, a la identidad, al ethos colombiano para no repetir el error de concebir constituciones ideales que no se adapten al ser de nuestra población y a la realidad de nuestro país. De lo contrario, institucionalmente, seguiríamos prolongando la constitucionalización del engaño, la hegemonía ideológica y la dominación histórica que las élites colombianas quisieron hacer con una Constitución que quiso ser la esperanza de un renacer y una reconciliación nacionales y que, por no poder concretarlo, termino perpetuando el esquema de subordinacion que pretendio superar, profundizando la crisis de la que no parece que podamos salir.
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49 Ver Oscar Mejía Quintana y Maritza Formisano Prada, Hacia una asamblea constitucional como instrumento de democratización y herramienta de paz en Colombia en Revista de Estudios Sociales (No. 1), Bogotá, D.C., Facultad de Ciencias Sociales (U. de Los Andes), 1998. 50 José Estevez Araujo, La Constitución como Proceso y la Desobediencia Civil, Madrid, Trotta, 1994. 51 Ver Jürgen Habermas, La soberanía popular como procedimiento en Revista Foro (No. 12), Bogotá D.C., Foro por Colombia, 1990; así como Facticidad y Validez, Madrid, Trotta, 1998.
52 F. Vallespín, Reconciliación a través del derecho en J.A. Gimbernat (ed.), La Filosofía Moral y Política de Jürgen Habermas, Madrid: Biblioteca Nueva, 1997, págs. 199-223.
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